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Tengo recuerdos de la infancia como el de comer una naranja partida sin pelarla. Recuerdo lo que pensaba al comerla y la sensación de la comisura de los labios al terminar de extraer todo lo que podía con mis pequeños dientes. Ese amargor de la cáscara cuando me pasaba de largo al rasparla y el olor que me quedaba en la punta de la nariz por un buen rato. Recuerdo a mi mamá cortando choclo con un cuchillo eléctrico gigante, y tengo el olor fresco del yogurth de pajaritos que terminé odiando por exceso de consumo. Los pedazos de zanahoria entrando por un tubo en una procesadora de alimentos para hacer jugo después de una vacuna. La noche en que mirando el Miss Universo mi mamá me llenaba la cabeza de trenzas. Las mañanas de invierno caminando con un pasamontañas de lana hacia el jardín que quedaba a una cuadra. La baba pegada a la lana, el picor en la cara. El jarabe rosado que escondí en el patio para un consumo moderado por mi intuición. Las hormigas comiéndose mi manjar infantil, y salvándome de quizás qué cosa. El clavo que cerraba el pestillo de la puerta que daba al lavadero. La tabla de lavar suave y jabonosa. El lavadero, donde también bañábamos a mi perro.