Pukara

Por Sebastián Concha.

 

“Cualquier recuerdo, aunque sea muy personal, existe en relación con un conjunto de nociones que nos dominan más que otras, con personas, grupos, lugares, fechas, palabras y formas de lenguaje, incluso con  razonamientos e ideas, es decir, con la vida material y moral de las sociedades de las que  hemos formado parte”.

Halbwachs

 

Esta historia ocurre en un humedal que fue luego un estadio de futbol que es ahora un conjunto habitacional en el centro de Arica, el cual, a ojos de Samuel Vázquez, arquitecto local y vecino del block A3, representa un acierto del diseño moderno como modelo viable de una arquitectura pensada para generar vínculos comunitarios a partir de la geometría de los espacios, proyectados para dinamizar el ámbito común y privado de lo que él llamaría habitabilidad. Sin embargo, piensa, a cincuenta años de su edificación, el conjunto pareciera encontrarse a su suerte, desconectado de sí y entre sí.

Si bien mantiene su unidad espacial, reducto de generosos espacios y flujos, el conjunto se encuentra precariamente organizado y pareciera impedido de generar mejoras colectivas. Tal vez, diagnostica Samuel, esto se deba a que su objetivo se vio indirectamente truncado a raíz de la dictadura del 73, que dejó una fisura irreparable en el tejido social de nuestro país: vacío y trauma donde antes hubo un proyecto de comunidad. Sin embargo, reflexiona, la memoria también se construye en torno al trauma.

Un domingo cualquiera, mirando la pichanga de rigor, Samuel piensa que aún sobrevive cierto espíritu protegido en el corazón de esta estructura de hormigón: la cancha, la infancia; cuyo mandato sentencia, al igual que en un equipo de fútbol, que la individualidad (el comilón que no da pases) tiene sus días contados y que cualquier alteración, cambio o mejora, sólo puede ser hacia dentro, hacia un sistema orgánico de interacciones. Había que iniciar un experimento. Entonces, inspirado por uno de sus arquitectos favoritos, cuyo trabajo ha sido relegado al plano de la arquitectura utópica, Samuel piensa poner en práctica una de sus teorías para desentramar el misterio de los espacios y su transición a la experiencia y al tiempo.

La teoría de Hundertwasser conocida como Cinco Pieles postula que cada individuo se conforma identitariamente a través de cinco capas entre el límite de lo íntimo y social: dermis, ropa, hogar, identidad y universo (o naturaleza). Y que al  despejar los rasgos característicos y significativos de cada uno de ellos, podríamos trazar una especie de mapa de nuestro lugar en la sociedad y entorno natural.

¿Se modificaría la conciencia grupal al saber que los límites de nuestra pequeña ciudad amurallada recaen sobre un humedal en medio del desierto que aún resiste burocracias?

Durante la pandemia del 2020, Samuel convoca a los vecinos de los 256 departamentos, con afiches y cartas personalizadas, para que recopilen y envíen fotografías que den cuenta de la vida colectiva e íntima en las inmediaciones del vecindario a lo largo de su cincuentenario. Es decir que, apelando a la teoría, el llamado se enfocaría en la transición de las pieles 3 (el hogar) y 4 (el barrio) en un periodo de 50 años. Pero, ¿cómo son exactamente estas pieles? Según lo ha interpretado la piel 3 se constituye de manera general en la casa, el living, la cocina, la pieza, el cofre, el núcleo familiar y la ventana; mientras que la piel 4 es la plaza, el almacén, la escuela, la multi-cancha, la panadería, los vecinos, el paradero, cementerio, fábricas y amigos.

Pueden imaginar todas esas pieles montadas una al lado de la otra multiplicadas por X cantidad de participantes, re-generando el tejido comunitario y vinculando simbólicamente a los vecinos a través de una memoria dinámica. Tal vez hasta se materializaría una idea de vecindario: presencia y participación.

Aunque, situándonos en lo que podría ser una introducción, paralelo al levantamiento y sistematización de esta información, es primordial despejar cualquier tipo de idealización sobre lo que es, en efecto, la vivienda social. Para ello proponemos un cruce entre teoría y testimonio, historia y memoria, como el primer paso de esta insurgencia que pretende alterar el paisaje heredado.

Por Raimundo Günen Villarroel

 

El proyecto de vivienda social más antiguo del mundo aún en uso es conocido como Fuggerei, y fue fundado en 1516 en Augsburgo (Häberlein, 2012, pp. 156-159). Fue promovido por el banquero Jakob Fugger y hasta el día de hoy, más de quinientos años después, es administrado por sus descendientes. Pero Fugger no fue un banquero más en la lista. Perteneciente a una familia de patricios que fue también uno de los mayores grupos empresariales de su tiempo, Jakob Fugger es reconocido hoy como el hombre más rico que jamás haya existido, personificando así la continuidad del antiguo liberalismo patriarcal romano y el capitalismo moderno. Fugger El Rico, como se le apoda, financió al emperador del Sacro Imperio Romano Germánico (aka Primer Reich), Carlos V, proyectando la invasión de nuestro continente (Teitelboim, 1943, pp. 81-110). Así, el primer cargamento de oro de Cortés, robado a las civilizaciones mesoamericanas, fue a parar directo a sus arcas (Pachón, julio-diciembre 2007). Fue también él quien financió la expedición de Magallanes que circunnavegó la Tierra para las cartografías imperiales (Meza Villalobos, 1937, pp. 52-54) dando inicio al proyecto de globalización que cumpliendo ahora 500 años por fin se comienza a desinflar.

En estos momentos de pandemia y calentamiento global, de profundo fracaso del proyecto colonial globalizador, con ocasión de los 50 años del Conjunto Habitacional Pukará parece apropiado dimensionar este aniversario en relación a los 500 años del proyecto globalizador financiado por Fugger y su vínculo con los orígenes y continuidad de la práctica de la vivienda social.

Habiendo sido Fugger mismo quien convenció a su cliente el Papa León X de que levantara la prohibición católica contra los intereses, la creación de los Fuggerei obviamente no fue un acto desinteresado. Cuando se construyeron la mayoría de la población no tenía dinero y sufría la explotación de ricos señores, como Fugger, y por toda Alemania había revueltas de campesinos y artesanos. Estas viviendas sociales, como muchas otras después, fueron una operación de gobernabilidad que buscó aplacar las insurrecciones domiciliando a la población, salvaguardando así el orden que privilegia a la clase dominante. No por nada “arquitectura” se compone con el griego arkhe. “Aristóteles es quien explícitamente une el sentido más antiguo [de esta palabra] de incepción con el de dominación[,] la innovación aristotélica consist[ío] en unir los dos sentidos, incepción y dominación, en el mismo concepto abstracto.” (Schürmann, 1987, p. 97).  “El que comienza y comanda” (Schürmann, 2003, p. 20).

En Chile, las primeras viviendas sociales fueron las de la Población León XIII, construidas en el Barrio Bellavista en Santiago entre 1891 y 1910. Su realización fue motivada por la encíclica Rerum novarum, que presentaba la doctrina social de la Iglesia Católica, buscando pacificar la lucha de clases (“la cuestión social”) concediendo el derecho a la organización de los trabajadores, pero defendiendo el derecho a la propiedad privada. La primera fase de la construcción se hizo gracias al aporte de Melchor Concha y Toro, quien fuera ministro y diputado, pero que recordamos más por ser el fundador de una de las 10 mayores compañías de vino en el mundo. En 1933 se inició también en Puente Alto, Santiago, la construcción de la Población Papelera, para los trabajadores de la Compañía Manufacturera de Papeles y Cartones (CMPC), fundada por los hermanos Luis y Arturo Matte, ambos empresarios y hombres de estado, bisnietos del banquero Domingo Matte Mesías. Por supuesto los hermanos Matte calcularon que sería buena idea asegurar las condiciones de reproducción de su fuerza de trabajo y con ese interés se construyó la población (Miranda O., 2017, pp. 9-18); de modo similar su tío abuelo, Claudio Matte, dedicó su capital a la instrucción primaria y alfabetización no por un sentimiento de fraternidad humana en “la cultura”, sino para calificar la mano de obra a disposición de su clase. Estamos hablando de la misma familia Matte que participó de la conspiración de la Cofradía Náutica del Pacífico Austral en colaboración con la CIA para preparar el Golpe de Estado de 1973 y que se enriqueció aún más con la Dictadura.

Capital y estado, extractivismo y colonialismo, se entrecruzan íntimamente en la concepción de la “vivienda social”, y no podemos ser ingenuos al respecto. Por supuesto podemos apreciar tendencias más socialistas en el urbanismo y la arquitectura, y por lo tanto en la proyección de viviendas sociales, y mucho de esto puede ser entendido como resultado de las luchas de la clase trabajadora por mejorar nuestras condiciones de vida. Recordamos la demoledora historia de la Villa Compañero Ministro Carlos Cortés, construida por el Ministerio de Vivienda y Urbanismo de la Unidad Popular con el objetivo de “combatir la segregación urbana, y tender hacia la integración social”, renombrada como Villa San Luis por la dictadura de Pinochet luego de desalojar a sus habitantes y entregar las viviendas a los milicos (Chiara B. y Pulgar P., 2008). Este mismo texto nace a propósito del proyecto de población Ex Estadio (1956-1957), encargado por la Sociedad Modernizadora de Arica a la oficina de arquitectos Bresciani, Valdés, Castillo y Huidobro, opositores de la dictadura neoliberal; completado luego por el Conjunto Habitacional Pukará (1968-1971), proyectado por los arquitectos Juan Galleguillos, Hernán Rodríguez y Florentino Toro para la CORMU. Pero el tiempo le dio la razón al marxiano Robert Kurz al escribir que el socialismo “históricamente no fue más que una rama lateral de la modernización burguesa” (2016, p. 170), ya que no abolió las categorías básicas de la dominación mercantil. La crítica del valor de Anselm Jappe, discípulo de Kurz, llega incluso a denunciar el concepto de lucha de clases “como simple lucha por la redistribución cuantitativa dentro de las categorías capitalistas de dinero y valor” (2014, p. 12), y a afirmar que “la lucha de clases no ha sido otra cosa que el motor del desarrollo capitalista y jamás podrá conducir a su superación” (Ibíd., p.31), que “el entero concepto de lucha de clases era en el fondo una teoría de la liberación del capitalismo de sus residuos precapitalistas” (Ibíd., p. 36). Se entiende así que “las políticas que continuamente realiz[a] el Estado con respecto a la vivienda nunca suplieron ni suplirán el déficit habitacional que tienen los pobres de la ciudad, pues el acceso a este derecho básico siempre estuvo y ha estado relacionado directamente con los proyectos políticos como económicos que se estén realizado en el país” (Miranda O., 2017, p. 55).

Población Árica (Ex Estadio) y Conjunto Habitacional Pukará son resultados de un laboratorio de arquitectura moderna en el norte de Chile (Galeno I., 2008), en el que convergen como experiencias de brutalismo (Galeno I., 2013). Reyner Banham transcribe estas palabras de los arquitectos y urbanistas Alison y Peter Smithson: “El brutalismo intenta ser objetivo frente a la ‘realidad’, los objetivos culturales de la sociedad, sus exigencias, técnicas, etc. El brutalismo se enfrenta con una sociedad de producción en masa y arranca una ruda poesía de las confusas y poderosas fuerzas con las que trabaja”  (1967, p. 66). Confusas y poderosas fuerzas: 1908: se descubre y comienza la explotación del primer gran yacimiento petrolero en Medio Oriente, el Bólido de Tunguska ilumina los cielos durante varias noches, se funda General Motors, sale a la venta el primer modelo de automóvil fabricado en masa por Ford. 1908: Melón produce el primer saco de cemento tipo Portland en su planta de La Calera. En Chile, los caminos de tierra, los puentes de madera, las construcciones de adobe y ladrillo, comienzan a ser reemplazados por cemento: ruda poesía. Pero ¿dan cuenta objetiva hasta aquí los bloques de cemento de Ex Estadio de la degradación socioambiental en La Calera, El Melón?

En su blog Galeno comenta una icónica foto de Ex Estadio recién construida, tomada por Luis Ladrón de Guervara (Pérez O., 1962, p. 67): “Esa imagen muestra una arquitectura abierta y entrelazada, que articula la pendiente bajo el rigor de una geometría muy abstracta, donde es difícil diferenciar donde se dividen las propiedades, y seguramente eso es lo que tiene de más atrayente en la imagen, esa idea socialista de abandono de la individualidad y privacidad hacia lo público y comunitario”. Luego actualiza la lectura con una fotografía actual: “Lo que se ve ahora más bien es la agresiva individualización de la propiedad privada, y por supuesto la ocupación con ampliaciones de todo tipo de espacios que daban esa imagen de comunidad, sean patios o terrazas” (17 de junio de 2009). Y no podría ser de otro modo cuando “lo social” en el diseño de la vivienda es su utilidad para “la sociedad del trabajo”, descrita por Kurz y el Grupo Krisis. Finalmente Galeno se lamenta: “No olvidemos que el traspaso de los ideales arquitectónicos a los hábitos de los usuarios no siempre coinciden” (17 de junio de 2009). Lo que nos recuerda las palabras de Lefebvre: “Es como si los proyectos estuvieran bajo la influencia de una extraña maldición. Pareciera que el único progreso que han hecho tiene que ver con el uso de gráficos y tecnología” (2003, p. 182); porque:

El espacio concreto ha sido reemplazado por el espacio abstracto. El espacio concreto es el del habitar: gestos y recorridos, cuerpos y memoria, símbolos y significados, la maduración difícil de lo inmaduro-prematuro (del “ser humano”), contradicciones y conflictos entre deseos y necesidades, y más. Este contenido concreto, tiempo inscrito en el espacio, una poiesis inconsciente que desconoce sus propias condiciones, es también desconocido por el pensamiento. Se despega, en cambio, al espacio abstracto de la visión, de la geometría. El arquitecto que dibuja, el urbanista que compone un plan de bloque miran hacia abajo sus “objetos”, edificios y vecindad, desde arriba y desde lejos. (Ibíd., p. 182)

A partir de este momento, ¿cómo se ve al usuario? Como a un personaje bastante repugnante que mancha lo que se le vende nuevo y fresco, que deteriora, que estropea, y que, por lo menos, cumple una función: hacer inevitable la sustitución de la cosa, justificar la obsolescencia (Ibíd., p. 188)

De acuerdo al mismo Lefebvre, esta situación podría revertirse a través de la “la intervención masiva de los interesados” (Ibíd., p. 182), es decir de los habitantes, que podrían dejar de ser “usuarios” para devenir anarquitectos de un territorio común. Matta-Clark, a propósito de sus intervenciones, lo expone así: “Deshaciendo un edificio… abro un estado de encierro que había sido precondicionado no solo por la necesidad física, sino por la industria que multiplica cajas suburbanas y urbanas como pretexto para asegurar un consumidor pasivo y aislado” (1977. p. 8). El gesto anarquitectónico podría tratar entonces, más que de la demolición de construcciones, de la creación de lugares comunes deshaciendo constructos. Y este deshacer, recordamos con Karen Barad, es también un deshacer del Futuro (ya desecho por la física cuántica), en tanto, en nuestras cosmovivencias en resistencia a la colonización del espacio-tiempo abstracto, nuestras experiencias del tiempo y de la historia son formadas por los lugares (8 de diciembre de 2016).

De esta forma, nuestra (re)creación de espacio abierto y común no podemos imaginarla ya como espacio abstracto vacio, sino como lugares de intracción de nuestras formas de vida, humanas y no humanas, como lo que Julia Watson descubre como Lo-TEK [Conocimiento Ecológico Tradicional] (junio de 2020). Afortunadamente, de acuerdo a la sociología de la libertad, es en “intervalos caóticos” o “instantes cuánticos”, como el que vivimos actualmente, en los que podemos ejercer tal libertad de creación en el universo (Öcalan, 2016, pp. 151-152)

Para los arquitectos de Ex Estadio “el planteamiento básico [fue] la casa vuelta hacia adentro, con sus recintos convergiendo hacia un patio interior pequeño, cerrado y con vegetación ­­–que viene a ser la contrapartida del desierto” (Pérez Oyarzun, 1962). “Al tomar al sujeto humano aislado de su mundo, al arrancar a los mortales de todo lo que vive a su alrededor, la modernidad no podía más que concebir un comunismo exterminador, un socialismo.” (Comité Invisible, 2017, p. 138). ¿Podría ahora un gesto anarquitectónico abrir la convivialidad más allá de lo humano… a la memoria de lo que fuera el humedal de La Chimba y sus chakras, hoy cubiertas de cemento?

Antiguamente “los ushnu proporcionaban un conducto a lo largo del cual las entidades humanas y no humanas podían comunicarse y las esencias animantes podían fluir”  (Amuedo, Ferrari, Acuto, Lema, 2020, p. 147). No se trata en ningún caso entonces de desagradecer el techo que nos cobija, por el contrario, cada operación anarquitectónica se abre como un ushnu no piramidal en nuestro pukará, trayendo a reunión las múltiples dimensiones de nuestro cohabitar.

 

Günen

2020

Bibliografía:

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Banham, Reyner. (1967). El Brutalismo en Arquitectura. ¿Ética o Estética? Barcelona: Editorial Gustavo Gili, S.A.

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Testimonio de un Ex – Vecino 1997

 

Con mi familia llegamos a los Pukara en el año 1994, creo que a fines de este. La verdad es que no recuerdo las fechas exactas, pero como casi con todos los eventos trascendentales de mi vida, el comienzo es nebuloso.

Después de vivir en dos casas arrendadas, habitar en un departamento me causó una enorme impresión. Era un símbolo de modernidad; salirse del común de los mortales que vivían en poblaciones, con calles de tierra y abundancia de material ligero, para trasladarse a un conjunto habitacional, dividido en blocks, que además estaba cerca del centro, de mi colegio, de las playas y la mayoría de lugares reseñables en la ciudad. Tenía alrededor de 11 años y era tal mi compromiso con este cambio, que ayudé con arreglos como pintar las rejas de las ventanas del cuarto que daba al pasillo para una mejor experiencia de habitabilidad. Lo que me hace recordar la disposición de los espacios en estas viviendas; me sorprendía como hicieron para meterle tantos ambientes. Después de traspasar el acceso te encontrabas con un living-comedor lo suficientemente amplio para que cupiera  todo lo necesario. A su izquierda estaba el dichoso cuarto que colindaba con el pasillo de acceso al block que fungía  como oficina, bodega, logia o lo que se te ocurriera. Si avanzabas en esa misma dirección te llamaba el pasillo que dividía los dormitorios y el baño. Este último era de un tamaño aceptable. Las habitaciones son otra historia. Mi dormitorio era un pasillo donde entraba una cama de una plaza y velador. Nada más. Pero para un niño de 11 años era más que suficiente. Centrarse en la evocación de mi habitación es hablar de horas escuchando música, jugando Nintendo Creation en una tele blanco y negro (jodida pobreza en los 90), mis pósteres de heavy metal, Eddie creciendo de un árbol, la famosa portada del Fear of the Dark de Iron Maiden. La ventana con persianas de madera permitía abrirla y recibir el aire fresco en meses calurosos. A veces me visitaba algún amigo que no tocaba la puerta por vergüenza o el bromista que pasaba y me tiraba alguna talla que yo respondía con el improperio certero. El dormitorio matrimonial era amplio y de una forma cuadrada casi perfecta y la pieza que terminó siendo para mi hermana era casi tan grande como la de mis papás pero su acceso era una puerta corrediza que le daba un toque japonés. El tamaño de la cocina era estrecho pero suficiente para colocar todos los aparatos y cocinar holgadamente sin que choques con los electrodomésticos. Lo que siempre llamó mi atención fue un cuarto  con baño propio junto a la cocina. Era uno casi igual de pequeño que mi dormitorio pero con privado. Era la famosa pieza de los empleados (así me lo explicaron). El concepto me pareció, y me sigue pareciendo, de los más alcurnioso. Como si por ser empleado o empleada de los señores de la casa debías dormir separado de la familia y con tus implementos de trabajo a mano. Si no me falla la memoria lo habremos usado una vez para ese fin, después pasó a ser una bodega. Todo el depa estaba perfectamente iluminado, fresco, de colores pálidos que daban mayor amplitud, a excepción de los baños y, mayormente, el baño del empleado que era tétrico, oscuro y siempre húmedo, como acusando una fuga de agua que, al menos durante nuestra estancia, nunca se resolvió. Dentro del departamento  me sentía seguro y reconfortado. Sin embargo, como todo niño transcitando a la adolecencia, necesitaba de experiencias que pusiesen a prueba mis habilidades y carácter, por ello el salir a los espacios comunes me permitió conocer la pobla.

¿Por dónde empezar? Lo tengo bastante claro: la cancha. El espacio de deportes y recreación que los jóvenes utilizábamos para un montón de actividades, la mayoría de ellas al filo del peligro y las buenas costumbres. El rey, por supuesto, era el baby fútbol, del cual obligatoriamente debo detallar sus particularidades por la relevancia que tuvo y tiene en la cancha de la Ex Estadio. En la pichanga, nunca mejor llamada así, el número de participantes variaba, pero siempre rondaba la  cifra de cuatro  a siete jugadores por equipo. Niños pequeños de entre cuatro a once años, adolescentes inquietos de doce a dieciséis y los que estaban a punto de llegar a la mayoría de edad, incluso superándola, haciéndose notar esta diferencia con los demás. Mención especial a los que eran más viejos, algunos ya superando las veinticinco o treinta primaveras, quienes no tenían piedad; si era menester nos reventaban la cara de un pelotazo. Por esto, el equilibrio entre equipos era imperativo. Para conformar los cuadros utilizábamos dos métodos, uno más popular que otro: la selección por capitanes o la repartición consensuada. En el segundo solo era determinar quién juega para quién siempre pensando en la paridad. Por el contrario, el primero era más interesante, debido a que se seleccionaba a cada futbolista.  Si éramos quince participantes (en aquellos años muchos nos congregábamos) los equipos se conformaban  de cinco jugadores, permitiendo tres.  Los capitanes (jugadores que se elegían por voto popular o autodenominación) tenían la difícil tarea de armar las escuadras. Generalmente, estos líderes  eran los más habilidosos, los más viejos o los más “cabrones”, y la secuencia de elección seguía el patrón más lógico, pero a la vez el más segregador: de lo más buenos para el balón, los más grandes, los más chicos y, al final, los menos agraciados para el deporte rey o para cualquier actividad física.  Por turnos se iban eligiendo hasta que solo quedaba un elemento y ser ese personaje era realmente vergonzoso. Si hubiese existido la opción de ser árbitro seguro que adoptaría la función. Había una regla casi táctica, la cual consistía en que la primera selección debía ser un portero. Pocos decidían jugar en tan delicada posición y por eso era tan vital. Al armarse los equipos, y ver el colorido ramillete de chiquillos, el nombre de pichanga calzaba sin bailar, porque , además de los rangos etarios, la pluralidad de complexiones entre jugadores era tan singular  que, como dije, el equilibrio era esencial para evitar el contrapeso. Altos, chicos, flacos, gordos y las combinaciones de estas. Una verdadera macedonia que hacía de los partidos los battle royale de nuestra época. Para finalizar con el tema del reglamento, si, como utilicé de ejemplo, había más de dos equipos, la circulación de estos era al gol sale o cinco minutos por partido y en caso de empate la definición se hacía  por penales; reglas sagradas que todos respetábamos. Cuando iniciaba el primer partido toda la Ex Estadio volvíase testigo de una trifulca sin cuartel por ganar; los dos, tres o hasta cuatro equipos apostaban la vida en los duelos. Eran tantas las ansias de victoria que las proezas para realizar  o evitar goles rayaban la epicidad: goles de chilena, jugadas en conjunto haciendo paredes, tiros lejanos emulando a Los Súpercampeones, caños y rabonas; atajadas soberbias con vuelos de un extremo a otro del arco, salvadas en la misma raya de gol que solo una barrida, con consecuencias nefastas para las rodillas y las piernas, evitaba. Los golpes, raspones y demás trampas mortales que aquella cancha proponía no amedrentaba a los niños que jugábamos por el honor de salir ganadores. Las emociones que me provoca el recuerdo de estas tardes o noches de fútbol inmediatamente activan mi lado pichanguero y aún siento el esfuerzo, los golpes, los goles y la adrenalina del triunfo o la derrota.

Éramos un grupo de malandras, malhablados y traviesos, pero buenos jóvenes que, por uno u otro motivo, congeniamos en un instante de la historia y, aunque nuestras vidas recorren ahora caminos diferentes, estaremos siempre vinculados a este condominio.

 

Gote, 2020

Concha, Sebastián

Villarroel, Raimundo