Revuelta
Imágenes realizadas a partir de la fusión de fotografías descargadas de las redes sociales de los artistas Eugenia Vargas-Pereira y Bastián Cifuentes Araya.
La primera imagen corresponde a la fusión de 50 retratos realizados por Eugenia en su serie “Tus ojos cuentan la historia”.
La segunda imagen esta realizada con 50 fotografías de Bastián que son parte de su serie “¿Por qué nos 3ncapuchamos?”.
La metodología de este ejercicio consistió en fundir varias imágenes en una sola con el fin de resaltar la idea de unificación que presenta la capucha, centrando la atención en los ojos, símbolos de la revuelta, tanto por estar presentes en la alusión al despertar de chile, como por la triste y enorme cantidad de ojos mutilados por parte de la policía durante las protestas. Para esto se establecen los ojos como eje y se van posicionando, capa tras capa, las distintas fotografías/individualidades. Una vez alineadas se baja la opacidad de cada una de ellas al 10%, resultando una única imagen en la que es visible, en parte y sin llegar nunca a individualizarse, cada uno de los retratos.
Las fotografías originales pueden verlas en las redes sociales de los autores.
Por Mane Adaro.
Como una epifanía, el tiempo de la revuelta viene a descentrar todo signo de ‘normalidad’, toda forma aprendida y racional de ver ligada a los orígenes de una Modernidad desfallecida. La revuelta y la crisis de los modos de ver provee el surgimiento de nuevos tiempos vinculados a una realidad unificada en la cual todo emerge y se conecta, el unus mundus de códigos y rostros metamórficos, que en medio de la brutalidad policial construyen rutas e imaginarios de vida, emociones y visiones desbordantes de lo múltiple.
Los modos de ver en tanto códigos y regímenes de visualidad, son parte del proceso residual del pensamiento occidental —Colonial-Moderno-Capitalista—, que a lo largo de los siglos se intensifica y permanece. Es a partir de la mirada científica y las estructuras culturales, que el conocimiento regula lo que entra o no en la esfera de lo “real” y “lo visible” . En sí, la historia de la fotografía se conforma por múltiples historias y también contradicciones y paradojas, como la evidencia en el s. XIX del carácter imperfecto de la visión humana, al ser incapaz de distinguir algunos detalles del movimiento de las cosas. En la necesidad de penetrar en las experiencias inaprensibles del tiempo, se crearon distintos dispositivos, distintas versiones residuales, recorridos e intenciones, de esta forma, el Megalethoscopio y tantos otros inventos, intentaron ‘hacer visible’ la densidad y el tránsito de las horas, rebelándose a pensar la imagen desde el carácter de lo fijo y singular. En esta diversidad de desarrollos se anexó a los dispositivos ópticos luz y movilidad, empero, aunque la fotografía propició nuevos campos de consciencia, el régimen racional de la Modernidad organizó las perspectivas y las categorías de las personas¬¬, excluyendo desde la ‘objetividad’ otras formas de ver.
Me pregunto, qué operaciones debe tener la imagen para emerger en un tiempo-fuera, ¿serán los cuerpos fotografiados o el propio medio el que condense las respuestas? Las fotografías que Jacqueline Staforelli propone, pertenecen al medio del retrato capturado en medio de la revuelta. Han sido descargados desde las redes sociales, y no es casual que sea el medio de las redes virtuales el seleccionado, pues se adopta el carácter repositorio, de fluidez y circulación masiva, en la conexión con un tiempo vivido en la revuelta y los millones de imágenes generadas. Desde su aparición, internet opera como un gran archivo visual, en el cual las imágenes fluyen, se multiplican y mutan. Sin embargo, no por estar publicadas en el espacio virtual, es que las reglas se desobedezcan, aunque si permiten el desafío al estar a la mano, por la masividad de los programas de creación y desconfiguración de las imágenes.
En la sincronización con un tiempo como la revuelta, desligar estos rostros de su fuente matriz y sitio icónico (autor e información original), será proponer otro estrato, uno que desvincula la personalización y la identificación unitaria. En esta operación, el tiempo de las fotografías solo puede estar en el ‘afuera’ de las lógicas del retrato y la imagen, pues estas han sido fusionadas mediante la sumatoria de capas, luego fundidas y borradas como valor de identificación, proponiendo en su lugar una textura pregnante desde donde vislumbrar otros modos de percepción.
Cada uno de estos rostros se compone por otros cincuenta, yuxtapuestos y reunidos en la trama digital. De allí que se aprecie un halo infinito y múltiple y una mirada centrada como único foco, la zona en que los diversos retratos han sido cuadrados y fijados, extendiéndose en torno a estos, una masa material de múltiples tiempos comprimidos. Han dejado de ser una representación y una individualidad, para ser ellos mismos “la presentación de un mundo surgiendo a su propia visión, a su propia evidencia” (Nancy, 2000). Si me detengo en los ojos, estos introducen un no-reconocimiento de la mirada, más bien, el acercamiento hacia una percepción háptica, que integra a través de la condensación otras modalidades de realidad. Lo pregnante de las miradas —el factor centrifugo del retrato—, gira en torno a la oscilación del tiempo, la idea de pasado y futuro, fomentado por la imagen que sigue siendo dato, documento y expresión, pues no deja de notificar el signo punzante de la mirada y la herida. En este sentido, la organización Amnistía Internacional constató que, entre el 18 de octubre hasta finales de noviembre de 2019, una suma no menor de 445 personas fueron brutalmente lesionadas en los globos oculares por el cuerpo policial, encontrándose, por tanto, graves alteraciones a los DDHH. No obstante, como lo expone en Instagram un manifestante anónimo, los ojos encerrados en la materialidad de la capucha miran ya hacia otro tiempo: “La capucha […] nos cubre el rostro, cubre nuestra identidad, pero no nuestros ojos, que siguen mirando hacia un futuro mejor”. Similar pensamiento se observa en el video Madre Drone (Excerpt) de la artista Patricia Domínguez, el que, en una mezcla de dibujo y registro de ojos enceguecidos pertenecientes a tucanes y humanos, se presentan como partes de una herida atravesada por la misma furia patriarcal. Cada uno a su manera —el video de la artista y el relato del manifestante anónimo—, hace visible la batalla mancomunada de fuego y luz, por donde, los ojos como señalan, deben avanzar y mirar hacia el futuro.
Es en este punto, en que el futuro al que apunta la revuelta y sus manifestantes, se revela fotográficamente en los retratos, en la percepción y noción de una identidad fundida y borrada. Una identidad fijada a través de los ojos, los que miran ya a hacia otro despertar, a raíz de un cuerpo colectivo que se organiza, que sincroniza como una gran marea humana los tiempos de los punteros de luz láser, con el fin de cegar los drones de vigilancia. Es la orgánica de la colectividad que se mueve en torno al cuidado, a la afectividad compartida y al escenario de la corpopolítica también hecha carnaval, batucada y coreografía feminista. Es en este contexto masificado en que las leyes ópticas de la nitidez y la objetividad no confluyen, puesto que el pasado de la ficha identitaria de clasificación, es un paso procedimental que tuvo su máximo apogeo a partir del perfeccionamiento de la óptica tecnificada para el reconocimiento facial de los subalternos. En este sentido, lo identificable no será el rasgo personalizado, sino la entrada a un rostro de tiempo abierto.
En la revuelta, los distintos elementos de autocuidado como capuchas, máscaras de gas, antiparras, pañuelos, gorras, etc., (todavía visibles en las fotografías), son elementos esenciales y medulares de la revuelta. Tal como la performatividad queer referida por la filósofa Judith Butler, las capuchas van a transitar hacia un cambio sustancial de paradigma, al pasar de ser objetos de autocuidado y sospecha, a constituirse en una prenda visible de resistencia y orgullo identitario. Este cambio también es apoyado por el uso de las redes sociales, las que, en el tiempo álgido de la revuelta, accionaron un espacio medial definido por el posteo simultáneo y continuo, en vistas de la urgencia de la imagen en términos de denuncia e información. Las capuchas resignificadas por la corporalidad de un cuerpo feminista, abren en el espacio de la revuelta nuevos códigos asociados con palabras de sororidad y conceptos de figuraciones mutantes, en el entendimiento de la visión anteriormente renegada del anima mundo, en el cual todo ser viviente tiene alma y materia. Así, el uso de las capuchas se convierte en un arma de autocuidado, denuncia y reivindicación, de allí la total hibridación de los lenguajes, en el cual se inscriben y desembocan las mujeres nacientes del Abya Yala, las zapatistas, las historias personales, las historias bordadas de lentejuelas, pedrerías, escamas y orejas animales. Un hecho paradojal que rodea a la capucha como signo relevante de insurrección, es que, a las tres semanas de comenzar el estallido social, el gobierno y un grupo parlamentario liderado por Felipe Kast, va a promover la ley ‘anticapucha’ con el fin de incrementar las penas de su uso, asunto que la pandemia vino a contradecir decretando su total inutilidad como ley.
En la idea de cómo capturar o trascender los acontecimientos al interior de las imágenes, algunos procesos fotográficos han buscado registrar y comprimir el tiempo, utilizando una sumatoria de múltiples capas de imágenes. Uno de estos es el trabajo de Idris Khan, quien busca obtener una sola imagen residual de muchas otras imágenes, o Michael Wesely, que intenta mediante una larga obturación de la cámara (hasta dos años), obtener una única imagen que muestre la densidad de los acontecimientos. La diferenciación con estos rostros emergidos de la revuelta, es que estos ejemplos citados, me dirigen quiera o no, a la idea de un tiempo pasado, a la idea de un acontecimiento ya consumado. En total oposición, los retratos capturados en la revuelta, apropiados y procesados por las herramientas de fundido, integran un foco central como es la mirada. En ellos no hay disfraz o adornos, tampoco la visión de un pasado velado (borroso), es decir, el tiempo nostálgico que normalmente rodea a los retratados, pues lo que surge es la proyección de un tiempo orgánico y performativo, que no busca reestablecer una ‘normalidad pasada’.
En esta suma de historias apropiadas y acumuladas, obviamente se excede o desborda el tiempo de las imágenes, en el entendido que no es posible verlo todo, o donde no es posible “saberlo todo en aquello que es visto” (Brea, 2007). En este contexto, los rasgos de los manifestantes se transforman en las visiones que se dirigen hacia otro tiempo. De esta manera, si el tiempo que se extingue en la revuelta es el de la contención represiva y el de una memoria estática de la mirada y la historia, lo inverso en imágenes, será el rebasamiento de las lógicas que rigen los modos de ver, para vincularnos con otra intensidad de la imagen como memoria inconquistable. Proyectada en este caso, desde el emerger y aparición de los fundidos.
Staforelli, Jacqueline
Adaro, Mane
Vargas-Pereira, Eugenia
Cifuentes Araya, Bastián